Aquel domingo estaba siendo un poco raro para Nadia. Era el único día de la semana en el que sus padres no trabajaban y ella no tenía escuela, así que solían aprovechar para salir a pasear por el Bulevar Lenin y comer en el Café Prípiat, a orillas del río. Aquella mañana, en cambio, su padre la había despertado ya con el uniforme de bombero y le había pedido que se vistiera rápidamente, pues iba a llevarla a casa de su tía. Él tenía que irse a trabajar a la central, donde estaba su madre desde la noche del viernes.
Nadia, de mayor, quería ser como ella. Se veía a sí misma dejando su cuidad natal para viajar a la capital y estudiar en la misma universidad que sus padres. Sabía que Ingeniería Nuclear no era fácil, y que tendría que trabajar mucho para sacar una matrícula de honor como su madre. Pero ella siempre le decía que era una niña muy lista y que podría hacer lo que quisiera, así que lo conseguiría. Y después… Quizá el gobierno la mandara de vuelta a Prípiat o, para entonces, habría otra ciudad recién fundada que acogiera a jóvenes soviéticos con ganas de trabajar.
Estaban a punto de empezar a comer cuando sonó el teléfono. Nadia se quedó sentada a la mesa, revolviendo la sopa mientras intentaba escuchar a su tía por si eran sus padres. No pudo distinguir sus palabras, pero sí se fijó en que se ponía rígida de repente y colgaba con un golpe seco antes de encender la radio. Nadia reconoció la voz del locutor, pero no las palabras que repetía una y otra vez.
Más tarde se preguntaría si su tía había llegado a recoger los platos de la mesa antes correr hasta la calle. Bajo el edificio de veinte plantas había una plaza en la que esperaban tres autobuses y decenas de personas ya hacían cola para subir a ellos. Un militar con una máscara muy extraña les preguntó el nombre cuando llegó su turno. Se lo dijeron y el chico, pues por la voz parecía muy joven, hizo subir a su tía y le pidió a Nadia que esperar a su lado.
—¿Conoce a mi padre, señor? —le preguntó mientras los más rezagados subían al autobús.
—A tu madre —contestó él, y carraspeó como si tuviera algo que le picara en la garganta—. Te pareces mucho a ella.
Nadia se mordisqueó el labio inferior y desvió la mirada. Era verdad que tenía los mismos ojos verdes que su madre, pero su pelo no era tan oscuro y lustroso. A Nadia le encantaba peinarla por las noches. Le hacía trenzas y coletas, y después su madre se las hacía a ella. El recuerdo hizo que deslizara los dedos por su cabello enredado. La noche anterior solo había estado su padre en casa, y anduvo cabizbajo y malhumorado, así que no le había llegado a pedir que la peinara. Se retorció el pelo detrás de la nuca y lo recogió dentro del cuello de la blusa para ocultarlo de la vista del guardia.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—A Kiev.
—¿Y mis padres? ¿Vienen?
El chico la miró con la cabeza ladeada y apoyó una mano en su hombro. Tardó unos segundos en contestar, como si se lo estuviera pensando.
—Sí, ellos también vienen.
Era todo lo que necesitaba saber. Pronto iba a estar con su familia, y le pediría a su madre que le desenredara el pelo y le hiciera una trenza. Quizá conseguiría que le contara un cuento, si es que no la veía muy cansada. Y cuando llegara su padre, podrían ir a dar un paseo por Kiev antes de que tuvieran que volver a casa. Era una aventura, como las de las historias que le contaba su madre.
Pensó en ella y le hormiguearon los brazos. Se moría de ganas de abrazarla.
Por fin el joven militar la dejó subir al autobús y la colocó al lado de un hombre que vestía muy extraño. Más adelante sabría que se trataba de un traje antirradiación, pero en ese momento le provocó un estremecimiento en la espalda que hizo que se arrebujara en su asiento. El hombre, al oír su nombre de boca del militar, entrecerró los ojos y frunció los labios.
—Nadia, soy el coronel Pavlov. Quiero que sepas que tus padres son un orgullo para la Unión.
Nota de la autora: En plena guerra fría, y en contraposición al horror causado por las bombas nucleares, Eisenhower dio un discurso en las Naciones Unidas en el que anunció que la potencia destructiva que todos conocían podía convertirse en una oportunidad de energía limpia y segura. Energía a la que llamaron “el átomo pacífico”.
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Y por cosas como este relato por la que echaremos de menos Origen Cuántico.
Por poner un ejemplo.
Y ese LA es un LO, creo.
(Ni un comentario sin su error. No deja de ser un homenaje a la propia Carla. jijijijijijijij)