Por
Ariadna Sanz – LJ Salart
Este artículo está escrito a dos voces, en formato de sobremesa, sin mucho control sobre el párrafo siguiente. Aconsejamos leerlo con bebida caliente y amigos.
Las últimas semanas hemos hablado bastante de la decisión de una escuela de Barcelona de quitar de su biblioteca algunos títulos clásicos de literatura infantil, el caso más llamativo puede que fuera el de Caperucita Roja. Haciendo justicia, la escuela no eliminó los libros sino que los pasó de la sección de infantil a la de primaria. En este artículo queremos hablar un poco de todo esto para acabar preguntándonos si, de hecho, caperucita debería morir o si somos nosotras las que estamos muertas.
¿Para qué sirven los cuentos?
Transmitir valores
Los cuentos infantiles, tanto a nivel oral como escrito, tienen el primer gran objetivo de recoger situaciones complejas del mundo ADULTO, REAL, PELIGROSO, y convertirlas en una fábula, metáfora, espacio reducido que quede al alcance de las mentes ávidas de conocimiento pero faltas de experiencia. [Una nota aparte, ¿la Inteligencia Artificial debería basar el aprendizaje en este formato? Aquí queda la idea para otro artículo o para componer unos “Cuentos para IAs insomnes”]
Si nos centramos en esta función, los cuentos deberían estar en constante revisión y actualización, ya que vivimos en un mundo cambiante que, aunque tenga baluartes eternos como el amor, la amistad, la pérdida y la necesidad, poco a poco evoluciona para quitar las ramas que pinchan.
El feminismo, los derechos laborales, la equidad social, el antirracismo, la diversidad sexual, la arquitectura accesible, y otras tantas luchas invisibles para las personas que no se ven afectadas directamente, van abriendo caminos de no retorno.
Y una vez tienes ese camino claro, cada ley, noticia, anuncio, mensaje, chiste y comentario de barra de bar ciego a esas luchas duele tanto como si entráramos en bici y pantalón corto en la maleza espinosa. Solo quieres parar a quien va delante. ¡Es imposible que no vea tanto pincho!
Y aún así, los cuentos no cambian. Se editan y reeditan, se cuentan y releen desde la memoria, sin reflexión. La caperucita roja siempre lleva trenzas y falda corta, el lobo siempre babea, la abuela nunca sospecha, el cazador a veces es leñador, pero sólo sirve para dar el hachazo final.
Así, ¿tenemos argumentos a favor de retirar los libros clásicos? Debemos ser conscientes de qué valores transmiten esos textos clásicos más allá de la moraleja, ese subtexto que los niños incorporan a su forma de pensar sin darse cuenta. Puede que tenga sentido que, en educación infantil (3-5 años), cuando aún son demasiado pequeños como para analizar esos cuentos, los clásicos no tengan un papel relevante. Puede que el acceso a esos contenidos deba ser mediado por docentes y evitar reproducir roles y estereotipos sociales que no ayudan a construir el mundo en el que, al menos las dos voces, creemos. Puede que aún no sea el momento.
En resumen, preferiría que hubiera cuentos para enseñar a no abusar, más que cuentos que enseñan a identificar abusadores. Y si no, como mínimo, que nos enseñen a “dar hachazos” por nosotras mismas.
Dar herramientas
Pero vivimos en un mundo muy rápido (tópico pero cierto) donde es muy difícil controlar todas las vías por las que niños y niñas son socializados y culturizados. Quien tenga críos cerca se dará cuenta muchas veces de que el clásico “¿pero eso dónde lo ha aprendido?” (no suelen ser cosas buenas, la verdad) ocurre constantemente.
El entorno no es solo cosa de progenitores y docentes. La influencia de los compañeros de clase, de los “mayores”, es altísima. Pero también todo aquello que reciben a través de los medios de comunicación, ya sea en la tele o la tablet. Los ejemplos que se ven cada día en la calle, sobre el papel, en la caja de cereales. Padres y madres no podemos estar constantemente encima de lo que están recibiendo nuestros hijos, asumámoslo, no podemos.
Ni debemos. Las jaulas nunca han funcionado (me lo contaron en mil cuentos y fábulas). El miedo y el uniforme tienen en la contrabalanza la curiosidad y el deseo. Y esos valores los quiero en mi mochila. Y en la tuya.
Así pues, ¿nuestra función es protegerlos de las maldades del mundo o enseñarles a afrontarlas? Somos conscientes de que esta respuesta requiere de muchos matices, y que no nos vale una respuesta dicotómica. Pero si tuviéramos que elegir una, sería enseñarles a afrontar el mundo. Con control del riesgo, con medida, sabiendo a lo que puede enfrentarse en cada edad, mi tarea de padre es enseñar a mi hijo a andar por el mundo, darle confianza en la toma de decisiones, que asuma el coste de las mismas, darle ánimos ante los retos y enseñarle a que no se rinda antes de tiempo. ¿Funciona siempre? No. No siempre tienes la capacidad, la fuerza o las ganas para hacerlo. En esos ratos, directamente los meterías en tu bolsa marsupial.
Pero volvamos a caperucita. Aunque retiremos ese cuento del cole, ese cuento está en casa, en la biblioteca, en la casa de los abuelos o los primos, está en la tele en una y mil versiones… Puede que sea porque es la mía, pero me gusta lo que hace la maestra de mi pequeño monstruo: contar los cuentos clásicos, cantarles las canciones de siempre, pero incorporando variaciones en la narración. A veces la princesa es príncipe, a veces los padres son dos madres, a veces el héroe es heroína, a veces caperucita es caperucito.
Es interesante ver que una misma historia puede explicarse de muchas formas distintas y que un mismo rol pueden asumirlo personas diferentes. Así pues, en vez de retirar a caperucita, ¿no podríamos poner muchas otras caperucitas y caperucitos, con mensajes diferentes?
Y, pensando un poco más allá, educando mentes críticas, que sepan pensar por sí mismas… Si les retiramos los clásicos, les retiramos la posibilidad de entender versiones o evoluciones de ese mismo personaje. Y, cuando sean mayores, no podrán gozar “Caperucita en Manhattan” sin disponer del referente almacenado en sus recuerdos fantásticos de infancia.
Los clásicos no pueden morir, pero deben admitir la erosión. Como los cadáveres de piedra de las ciudades romanas, miembros amputados que hablan en medio de un campo de ruinas. Esa mano antes era una estatua entera que tenía nombre y representaba algo. Ahora sólo me habla de la delicadeza con la que alguien quiso hacerla eterna. No me sé su historia, pero sigue hablándome. Mira, allí hay un pedestal con dos dedos del pie derecho. Parece que llevaba sandalia.
Me gustan esas rocas que hablan. Si tienes un cuerpo sin brazos ni cabeza la mente lo completará fácilmente con una tez de mirada digna, moño imposible de reproducir, manos de pianista. Pero la imaginación… ¡Ah, amiga, la imaginación! Le puede añadir cabeza de águila, brazos como tentáculos, gafas de piloto aeroespacial y un león como compañero.
Añádele unas alas pesadas y un cetro, por favor.
¿Podemos reinventar a Caperucita?
Caperucita zombi
El relato más conocido de Caperucita se escribió a mediados del siglo XIX. Caperucita ya creció, la abuela murió (seguramente desatentida en su cabaña en medio del bosque, en serio, que alguien llame a servicios sociales), la niña superó su trauma con el lobo (o no), se hizo institutriz, cuidó de un huerto y también murió, puede que también desatendida en una cabaña del bosque (me gusta creer que es una perversa tradición familiar). Así que tenemos un cadáver en los cuentos, un espectro que revive un pasaje de su vida una y otra vez, una zombi que vuelve a andar sus pasos, al más puro estilo de las películas de muertos vivientes de George A. Romero.
El lobo sigue engañando y comiendo, enseñando caminos llenos de flores a Caperucita mientras le huele el pelo cuando ella no mira. El lobo es capaz de matar a una anciana para poder comerse a una niña. Y todo el pueblo lo sabe. El pueblo, la madre, todos lo saben. Y lo único que hacen es decir muy serios y con voz severa “no vayas por el bosque”, “no hables con extraños”, “no te entretengas”. Y a su vez, con los ojos cerrados y los oídos tapados, cantan a Caperucita lo buena niña que es por AYUDAR a su madre, CUIDAR de su abuela, y ser una niña OBEDIENTE. Sé buena y todo irá bien.
Cuando ya es tarde, cuando se demuestra que la abuelita debería tener vecinos adultos que le llevaran miel y hogazas de pan en vez de niñas que no recuerdan los caminos; cuando al fin todos se dan cuenta de que la madre tiene demasiadas tareas y a lo mejor alguien más debería estar cuidando de una niña y una anciana (como idea loca se me ocurre el padre de la niña, el hijo de la anciana); cuando el bosque se llena de gritos y sangre, entonces, sólo entonces, entra en escena el hombre con manos anchas y el metal que siempre lo arregla todo.
Y dependiendo de la versión sólo mata al lobo y se lamenta la pérdida de Caperucita al cerrar el libro, en otras aprovecha la siesta del cánido para abrirle la panza y rescatar, nuevamente nacidas, enteras, vírgenes, puras y bienolientes a la anciana y a la niña. El héroe anónimo. Con su hacha. Y sus manos fuertes. En mi cabeza resuena su frase dicha entre dientes mientras mueve la cabeza a lado y lado: «si es que siempre estamos igual, no hay manera que las chiquillas se estén quietas. ¿Qué tendrá el lobo que siempre consigue engañarlas?».
Caperucita renacida
Si tiene un problema la tradición escrita, frente a la oral, es que los textos persisten y difícilmente los podemos hacer evolucionar, a la vez que evoluciona la sociedad. Como decíamos hace un rato, es complejo imbuir la traducción cuentista de esos nuevos valores que definen a nuestra sociedad, o los valores que nosotros queremos transmitir.
Tan difícil como inventar cuentos nuevos. Tenemos la cabeza atiborrada de historias ya contadas, de imágenes que se convirtieron en fotos de familiares lejanos. A veces cuesta dar un salto al vacío, hacer crecer desde la nada. Hagan la prueba, descríbanse a Blancanieves y luego comparen esa descripción con la que ha hecho la persona de al lado.
Con el relato audiovisual la invasión de mensajes descontrolados es apabullante. Además de la trama, tenemos estimulantes auditivos y visuales que transmiten información sin descanso. Cada segundo. Hay que apagar la imaginación, dejarse deslizar por un mundo creado. En audiovisual somos turistas y poco más.
Esa necesidad de reinventar las historias clásicas, con unos mensajes que han dejado de tener sentido, se hace, pues, algo altamente complejo. Pero como padres, como tías, en definitiva como adultos, como sociedad, reclamamos la función de educar a niños y niñas en aquellos principios que creemos válidos para que mañana seamos un poco mejores que hoy.
Puede que no podamos reinventar a Caperucita, puede que debamos dejarla morir. O puede que al abrir la panza del lobo logremos que resurja habillada con unas botas de montaña, una guía para distinguir a Canis lupus de depravados disfrazados, un padre que le pida si quiere acompañarlo a ver a su abuela, una abuela que goza de su vejez en una granja con otros cinco ancianos y tres cuidadores, donde Mamadou le prestará la mecedora y Usha le contará cuentos mientras intentan distinguir el canto de las aves nocturnas.
Añade un columpio que cuelgue de nubes, por favor.
Hecho.
Ilustraciación de portada de Ariadna Sanz.
LJSalart
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Como avisé en twitter esto va para largo, pero es un tema tan complejo que lo merece.
Ayer por la noche mi pareja me contaba que su sobrina de cinco años jugaba con una muñeca de un modo extraño. La tenía tumbada; le hablaba pero no la movía. Tras preguntarle qué hacía le contestó que estaba dormida, y que hacía falta un hombre para despertarla, en referencia al príncipe de «La bella durmiente». Mi pareja, en caliente por semejante respuesta, le confesó que ella se despertaba tarde y no necesitaba a ningún hombre. La cara posterior de reflexión en la pequeña denotaba que hay muchas ideas y juicios aún formándose en su cabeza.
Debatimos un buen rato sobre la influencia de los cuentos tradicionales en los niños del presente y, aun coincidiendo en cómo pueden afectarles, teníamos muchas diferencias en cuanto a las posibles soluciones. A la mañana siguiente nos llegó vuestro artículo, ¡qué casualidad! Os felicito, es muy bueno, y me gusta la amplitud de miras que ofrece ponderando los pros y los contras.
Ahora os comento nuestros pareceres y diferencias que tuvimos en cuanto a la que creemos como mejor solución. Aunque ya os adelanto que quitar un clásico de cualquier biblioteca no nos resulta aceptable (otra cosa es que lo quites de tu lista de regalos).
Mi pareja opina que se debería actuar de forma activa en el terreno educativo. Que el peso de estos clásicos es casi determinante y que debería promocionarse una sustitución cuanto antes de esos clásicos por otros cuentos adaptados a la sociedad y valores del presente. Ni prohibirlos ni taparlos, pero esconderlos detrás de los que sí promueven unos valores determinados que miren hacia un futuro mejor.
Yo creo que los cuentos tradicionales solo influyen en el hogar familiar por su fuerte componente oral. Que los centros educativos poco pueden hacer por los alumnos (al llegar a preescolar ya había escuchado y asimilado muchos de esos cuentos). Pienso que sería más útil potenciar desde el servicio público las nuevas alternativas en literatura infantil pensando en los progenitores incluso más que en los docentes. Alternativas más modernas (lo que no implica que puedan haber líneas éticas y morales diversas, como diversas son las ideologías del presente). Si os digo la verdad, tengo severas dificultades a la hora de regalar un libro a alguien menor de 10 años; y encima no tener hijos me ayuda aún menos. Creo que hay un desprecio hacia el potencial de la literatura infantil. Y añado, también una infravaloración del poder de la TV; al fin y al cabo un libro a la semana no puede luchar con horas de «moralejas» que son absorbidas a través de una pantalla. Y ojo, que en la TV, escogiendo bien, encuentras cuentos maravillosos incluso para los más adultos (WALL-E).
Perdón por el tocho, pero si tocáis la fibra es lo que pasa. Un saludo y seguid así. Repito. Gran artículo por su amplitud de miras.