Estatua de los Borzois que inspiraron el relato.
Hoy, en OrigenCuántico, tenemos el honor de contar con una de las mejores escritoras de habla hispana y, probablemente, la mejor escritora de Género si hablamos de prosa y estilo: Teresa P. Mira de Echeverría. Como además de una gran escritora es una gran persona, ha decidido regalarnos este estupendo relato que en su día se publicó en el número 25 de la revista online argentina NM(2012), revisado, ligeramente modificado y, por lo tanto, mejorado.
El relato viene acompañado de una pequeña disertación que Teresa ha tenido la amabilidad de escribir para vosotros en exclusiva y que podéis encontrar al final de la entrada.
“Los Románticos”
por: Teresa P. Mira de Echeverría
- Lugar: Steppendhaffordshire, el castillo de Lord Giacunthi, rivera norte del Tamnesis.
- Hora: Exactamente en la que estaba dejando de llover sobre el mar de cadmio hirviente. En el preciso instante en que los pinos-acusa susurraban en el viento y los lobos de cromo aullaban a la distancia. A pocos minutos del cese de hostilidades en Flarion VIII, a varios años luz de allí (suceso sin ninguna importancia para nuestros invitados).
- El convite: Una de las celebradas reuniones del «Grupo de los Románticos» (tertulia inicial, cena, postre y creación de historias).
- En un costado de la biblioteca: Lord Giacunthi sentado en un cómodo sillón de cuero color borgoña, envuelto en su robe y fumando un habano.
- En el centro de la misma habitación: Sir Appoiagarramundizabal caminando con pasos demorados por sobre la alfombra persa. El coñac, servido en un vaso Tianlong, reposa en una mano (cuyos dedos acarician los dragones ámbar); los ademanes gráciles de la otra mano hacen que el anillo de rubidio destelle bajo los candelabros de neón de la araña de bronce.
- Junto a la ventana del citado recinto: El Barón Dinieppireo, su cabello largo sobre los hombros, el jabot espumoso cayendo descuidado sobre el pecho, los expectantes ojos dorados concentrados en la historia y en la boca del relator. Las cortinas de brocado color marfil enmarcan la elegancia de su chaquetilla de pana violeta.
- Entrando al sitio en cuestión desde otra estancia adyacente: El Doctor Strasinsxipttr portando el bio-monóculo en una mano, el bastón de crisolita y fibra de carbono en la otra, y el turbante reclinado sobre la frente. Su sonrisa franca demuestra que ya sabe que será él en quien recaerá la responsabilidad del próximo relato de esa noche.
- Sobre una banqueta Jorge XLV, también en el centro del cuarto: La bellísima Lady Armenstgoff acariciando un perro borzoi terrestre tendido a sus pies. El verde esmeralda de su vestido de seda contrasta con su pelaje moteado de gris y azulino (el de Lady Armenstgoff). Absorta en las palabras del cuentista, los dedos juegan con el collar de camafeo (los de sus otras dos manos) y pasan de éste a la tulipa de su pipa de fishís.
- Junto a la chimenea (mismo lugar): Fletcher Harold Robinwiqquipitty, lacónicamente apoyado en la caoba de la mesadilla, con la lámpara Tiffany destellando verdes, rosados y amarillos sobre sus rasgos afilados, sus orejas apaisadas y sus garras retraídas. Tiene el porte de un caballero y el garbo de un noble. Algo de escepticismo en sus ojos, mucho de musgo-patria en su sangre, y un impecable traje de alpaca inglesa con faldón. La capa iridiscente de escamas de presicratium cuelga con calculada negligencia de su hombro izquierdo.
- En el barandal de nogal del entrepiso de la biblioteca (junto a la sección de botánica y a un lado de la de geografía): El coronel Levonaires, en el típico traje color arena del ejército wistanés, con un libro de lord Byron en las manos (abierto en “She walks in beauty”), se halla estratégicamente ubicado bajo los dos retratos de Schiller (el heroico de Von Kügelgen y el soñador de Simanowiz), carraspeando en un inútil intento por ser notado. Sus ojos bailan entre el avezado cuentista y el escote de Lady Armenstgoff. El parche en su segundo ojo izquierdo se encuentra bordado de diamantelas color cereza. Parece una estatua sentada con un pie oscilante en el aire: las botas de búfalo curtido brillantes, su cabello ralo y aceitunado peinado con gel hacia un costado y los bigotes perfectamente recortados.
—…Y así, rodeado de los más increíbles y bellos manjares, en un jardín de exquisiteces sin par, el joven Lovelace murió de hambre, en silencio.
Por un momento no se oyó ni un sonido en toda la biblioteca. Las respiraciones permanecían contenidas; era como si el espíritu del otrora dichoso Lovelace sobrevolara el lugar con su queja mortecina: «Aquí, alguna vez… o allá».
Las tenues luces de neón apenas si conseguían quebrar el encanto del mutismo en su vibrar de grillo. Las velas reales se contorsionaron por un segundo mientras el buen Doctor sostuvo la puerta a medio abrir. Los labios coralinos de Lady Armenstgoff se separaron por un breve instante como a punto de decir algo, pero desistieron.
Entonces, el coronel aplaudió ruidosamente y todos, a una, prorrumpieron en vítores y felicitaciones.
Me temo que más de una lágrima fue disimulada esa noche.
Era el triunfo de Sir Appoiagarramundizabal, alzó su cresta cobriza y realizó la más refinada y aristocrática de cuantas reverencias se hayan visto en el castillo Giacunthi.
Sus ojos de serpiente destellaban orgullo y gratitud al mismo tiempo.
Mientras los droides entraban con los postres y el café, y aún en medio de un tumulto de felicitaciones, el Barón se acercó al piano y con gesto inspirado comenzó a tocar la sonata No 14 de Beethoven, aquella que alguna vez se llamase “Claro de Luna” y que desde hacía quinientos años se había repopularizado como “Más allá de toda palabra”.
Los concurrentes aprobaron la agudeza de Dinieppireo, aquello era la coronación ideal de la historia.
Finalmente todos se dispusieron a escuchar la segunda narración de la noche. Se sentaron en sitios levemente distintos a los originales y aguardaron a que Lord Giacunthi, como anfitrión de la velada, hiciese los honores y eligiera al próximo cuentista.
Giacunthi se levantó se su butaca, caminó pensativo hacia Boris, su borzoi, y agachándose a su lado formuló una pregunta, a todas vistas, retórica.
—¿A quién podré seleccionar ahora?
Strasinsxipttr sonrió bajo la sombra de su turbante cuando su nombre fue pronunciado.
Aquello era obvio para su mente científica: a un soñador debía seguir un pragmático, ergo él era la opción más evidente en un hipotético plan de simetría literaria.
Se aclaró la garganta, apuró su café con whisky y se recostó en su poltrona mientras entrecerraba sus ojos.
—Me temo que no tendré la elocuencia ni la inspiración propias de mi predecesor —aquí ambos se hicieron una inclinación de cabeza mutuamente—, pero intentaré hablar acerca de algo que bien podría denominarse “El caso del anciano olvidado”.
El hechizo se tejía nuevamente y los invitados se disponían a dejarse encantar.
Robinwiqquipitty arrojó su capa al suelo y se sentó en ella junto al borzoi, para darle confituras.
El Doctor captó este gesto y comenzó el relato mirando directamente hacia él.
El emblema holográfico aún relucía en el metal oxidado del transporte, una calcomanía barata con un centauro encabritado en ella.
La imagen sucia de otro centauro ondeaba en la tela de la bandera andrajosa, sobre la cabaña de plástico.
“Comfortably Numb” sonaba a lo lejos, como proviniendo de ninguna parte.
Un pequeño sol naranja iluminaba el cielo y, sobre el horizonte dominado por colinas de polvo y unos cuantos desnutridos árboles morados, dos soles enormes y lejanos se encimaban el uno al otro.
Y en una silla cuya integridad estaba puesta en duda, un viejo dormitaba junto a una botella de ouzo. El olor del anís lo impregnaba todo a su alrededor.
El viejo hablaba en sueños, recordaba la revolución, con las sangrientas batallas que habían precedido a la liberación de Próxima Centauri del yugo terrestre.
Entonces su sueño se tornaba pesadilla. Tan sólo hizo falta un simple motor para que la independencia no valiese nada. En su soñar volvían a despegar las naves, surcando el espacio hacia planetas más benignos, ahora sin el impedimento de las distancias. El nuevo motor los llevaba a donde quisieran ir, más allá de la Tierra y de Alfa Centauri, más allá del sistema solar y de cualquier otro límite humano.
El viejo despertó sobresaltado, su temor onírico hecho realidad: estaba solo en el planeta, sólo con los muertos que habían dado su sangre por la liberación de un mundo que a nadie le importaba ya.
En cierta forma los comprendía, no podía culparlos: él también se hubiera ido muy lejos de los opresores de haber podido en aquel entonces…
—No, a quién engaño, no lo habría hecho.
Se levantó de la silla y ésta, como siempre, cayó al piso.
—Qué serías sin mí, ¿he? —le reconvino el viejo— ¿Cómo lograrías mantenerte en pie si yo no me desmayara encima de ti cada día?
La silla lo miró con ternura y sonrió de medio lado, luego emitió una risita apenada y se enderezó.
El viejo tomó su botella de ouzo, bebió un largo trago y, arrojándola al suelo, esperó a que se llenase de nuevo.
Con la botella no se llevaba muy bien, era como una bestezuela maliciosa, siempre tentándolo, siempre esperando que volviese a ella.
Caminó arrastrando los pies, para acostumbrarse a su edad aunque no tenía por qué hacerlo; pero haber vivido mucho implicaba ser anciano y ser anciano implicaba arrastrar los pies, sentirse tironeado por un largo pasado que se llevaba a la rastra y pesaba.
Miró la cabaña, pero no entró, hacía años que no entraba en ella; no necesitaba los recuerdos que estaban allí.
Algo le decía que estaba caminando en círculos de nuevo, posiblemente su GPS.
La antigua herida comenzó a dolerle otra vez, hacía cientos de años que se la habían causado en una de las batallas de la independencia y jamás había sanado totalmente.
Después de todo, el proyectil seguía allí y allí seguiría, envenenándolo con su radiación hasta mucho después que su cuerpo se descompusiese.
Sí, claro que había enseñado a muchos cómo curar este tipo de heridas en la guerra, pero no había tenido éxito con la suya y hacía mucho que no creía en las ironías.
También recordaba haber enseñado a luchar a los jóvenes que luego murieron en el campo de batalla e incluso les leía poesía en las trincheras para que su vida no transcurriese en vano. O eso creía, su memoria no funcionaba muy bien ya.
Hasta hacía unos años, aún solía venir algún que otro periodista o historiador a preguntarle cosas. Bueno, no venían en persona, sólo lo entrevistaban vía transcomunicador.
“¿Ese de allá es usted?” Preguntaban asombrados cuando les daba el tour virtual por la Ciudad Olvidada.
—¿El de la estatua? —el viejo realizó la mímica, remedando la antigua conversación mientras conversaba con sus recuerdos en voz alta— ¡Les dije que esperaran a que estuviera muerto!
Las carcajadas resonaron en el valle.
Y luego preguntaban cosas como estadísticas, campañas, estrategias… él siempre lo recordaba todo.
—¿Una poesía, y de las mías? —el viejo le hablaba al aire, y la silla abrió grandes los ojos asombrada. — ¡No, no por favor! No querrá cansar a su audiencia.
Pero la botella de ouzo siguió rellenándose tranquila, le era muy familiar ese histrionismo conmemorativo.
Entonces declamaba una larga y tensa alegoría de la guerra, una que en realidad parecía un poema de amor y que todos confundían con eso.
—¿Sólo? ¿Cómo puedo sentirme sólo? Eso es imposible.
Pero sí se sentía sólo y muchas veces.
Ahora, por ejemplo, era una de ellas.
Suspiró resignado y salió caminando hacia la colina oeste; antes, recogió su ouzo y su viejo e innecesario sombrero de caminar.
El transporte tosió tímidamente convidándolo. El viejo giró la cabeza y le hizo un ademán con la mano: “hoy no, gracias”. El holograma brilló por un instante mientras el transporte arrancaba, se iba a colocar junto a la silla, bajo la sombra del viejo árbol medio muerto y, con un suspiro, apagaba de nuevo sus motores.
—No voy muy lejos, no señor. Ella sabe a dónde voy, ¿he? —la botella de ouzo no respondió— Sí que lo sabe, vamos a la colina oeste. Vamos allá.
Caminó sin prisa, a veces se olvidaba de arrastrar los pies e iba derecho; a veces se acordaba y cojeaba un poco.
Cuando por fin llegó al cementerio, se acercó a una tumba en particular, dejó la botella a un lado (que se alejó rodando y temblando) y comenzó a cavar con sus propias manos.
Pocos minutos hicieron falta para desenterrar el cuerpo. Quitó la cabeza y se la llevó bajo el brazo hasta un rincón donde había una cruz y un banquito.
Tomó la cabeza y la puso frente a sí, sobre la pila de energía.
En pocos segundos los ojos se abrieron.
—¿Quirón, puede ser que te vea otra vez?
Los ojos del viejo se llenaron de lágrimas, hacía mucho que no escuchaba la familiar voz.
—En efecto Syd, soy yo.
—¡No has cambiado nada! Bueno, eso era obvio, pero sigue asombrándome.
El viejo esbozó una sonrisa amarg…
—Pero… —se interrumpió asombrado— ¡Maestro!
- Ingresando a la estancia: El Maestro Terry Genorowsky peinado bohemio y alborotado apenas disimulado por una boina, sobretodo raído en cuyos bolsillos hay varios libros, la corbata de moño negra algo arrugada, está ingresando a la habitación en puntas de pie. Quitándose el bajo eléctrico que lleva colgado al hombro, como el rifle de un cazador, toma asiento en un chaise long cercano a la puerta. El droide corre detrás, pero él le impide que lo presente.
A pesar de él, los invitados corrieron a saludar al recién llegado. Y el buen Doctor fue el primero de todos, gritando, en plena alocución: “maestro” y corriendo a su encuentro.
Genorowsky, el renombrado dramaturgo y aventurero, respondió extendiendo sus tentáculos y abrazando a Strasinsxipttr mientras le pedía perdón por la interrupción.
Hubo un instante de alegre confusión donde los invitados saludaron al afamado cofrade, incluso Boris corrió a brindarle sus respetos.
Giacunthi rebosaba de orgullo: el más célebre miembro del grupo había llegado por fin y honraba su casa.
Genorowsky volvió a disculparse:
—Querido Doctor Strasinsxipttr es una total descortesía lo que he hecho y no puedo menos que pedir humildemente perdón por tamaña desconsideración. ¡Interrumpir así un momento de creación! ¡Oh amigo mío, mil perdones! Y a usted, Lord Giacunthi, ¿qué he de decirle? Entrando como un ladrón, escabulléndome sin anunciarme, evitando a sus droides de protocolo; lo siento en verdad muchísimo.
El anfitrión corrió a abrazar al joven maestro: ¡Por Dios, no había nada que perdonar, ésta era su casa y, le rogaba, que de ahora en más así la considerase!
Un aplauso general selló la (ahora sí) gloriosa entrada al castillo Giacunthi del más célebre de los Románticos.
La velada había rozado la perfección.
Genorowsky, sonrojado por los cumplidos, insistió en permanecer en su chaise long, mientras el Barón y Lady Armenstgoff se sentaban a sus pies, sobre la piel de oso blanco.
Strasinsxipttr cerró los ojos por un minuto, retrotrayendo la historia a su mente; el quasi-silencio provocado por el crepitar eléctrico de las luces de neón era hipnótico y el Doctor jugaba con ese efecto.
Todos estaban expectantes.
El viejo esbozó una sonrisa amarga.
—¿Estoy muerto, no es así?
—Así lo decidiste hace muchos años, amigo mío —respondió el viejo.
Syd enarcó las cejas.
Quirón comprendió:
—Lo siento amigo, sé que no debí despertarte, pero necesito tu consejo o, al menos, tu desprecio. Algo, lo que sea.
—Te dije que tú también lo sentirías.
Y aquello había resultado tan cierto.
—Sí, lo hiciste pero, ¿no es absurdo? Incluso mi pervivencia asegura la tuya como aunque sea como un recuerdo. Si en verdad hubieses querido morir, Syd, deberías haberme matado a mí también. En el fondo aún tenías esperanzas.
Syd cerró los ojos, cansado; como cuando, en vida, debía explicarle una verdad obvia.
—Y lo intenté.
El viejo recordó el tiro, la bala radiactiva que nunca llegó a su cerebro, tan sólo a su corazón.
Quirón tomó la cabeza y la sacó de la pila. Mientras mascullaba un perdón inaudible la devolvió, inerte, a su tumba y poco a poco rellenó el hoyo.
Esa noche bebió todo el ouzo de la botella. Ni los muertos lo acompañaban ya.
Las constelaciones eran cada vez más extrañas, pensó, a medida que el tiempo pasaba las estrellas se corrían un poco en el cielo y los dibujos mudaban.
Hasta el cielo cambiaba, sólo él parecía no cambiar.
¿Acaso era el reaseguro del universo? ¿Su compensación kármica? ¿Su equilibrante? ¿El único ser quieto en un mar en movimiento?
—Eso no es cierto, yo también cambio.
Miró hacia arriba nuevamente… Tal vez el cosmos poseía un sentido y estaba escribiendo con estrellas un mensaje muy importante, y sólo alguien con mucha vida podía esperar lo suficiente a que ese mensaje se formara.
—Ya no eres un héroe viejo, ya no estás en batalla.
El silencio subrayó sus palabras y él se durmió.
Y soñó.
Soñó que era un hombre con cabeza de caballo, soñó que sentía con su mente y pensaba con su corazón.
—Pero, discúlpenme un minuto caballeros y, por supuesto, excelsa dama.
En este punto el Doctor Strasinsxipttr se interrumpió y, ante el asombro de toda la concurrencia, salió de la habitación.
Los murmullos surgieron en la biblioteca.
Lord Giacunthi se apresuró a ver si el buen Doctor necesitaba algo, si se sentía indispuesto. Pero apenas estaba cruzando la estancia cuando Strasinsxipttr entró de nuevo seguido por Teo y Guido, los dos droides de servicio.
Los autómatas ingresaron al salón con un gesto de vergüenza y timidez en sus rostros de meta-metal. Se sentaron en un sillón de jaquard gris acero con pequeños relieves bordados de v coronadas por puntitos.
Strasinsxipttr se acercó a ellos y los señaló.
—Para componer esta historia me inspiré en ellos, señora, señores; por eso creo conveniente que estén aquí mis musas. Juzgo que no le resultará enojoso a nuestro Lord anfitrión.
Giacunthi respondió alborozado:
—¡Por supuesto que no, amigo! Esto me resulta de lo más curioso.
Cuando todos convinieron en lo mismo, el Doctor prosiguió con su relato.
Los droides no se atrevían a mirar hacia los costados, sino que mantenían la vista en suelo, en las incontables volutas de la alfombra; pero con sus sensores captaban todo cuando hacían los invitados y, curiosos, rastreaban todas sus reacciones y emociones ante la historia.
Algo de los primitivos cerebros de animales transplantados a sus cuerpos de robot, mantenía en ellos la curiosidad típica de un pulpo y un caballo.
Pero Quirón despertó. En realidad algo lo había hecho despertar.
A su derecha, en un uniforme azul oscuro, un hombre con insignias lo miraba con admiración y repugnancia al mismo tiempo.
—¿General Quirón? ¿Doctor Quirón? —espetó el militar.
El viejo se puso de pie con lentitud. Mientras lo hacía examinó detalladamente la tela del uniforme de su interlocutor, su pulcritud. El viento despeinaba sus cabellos, así que no era una holoimagen, sino que estaba en persona.
El mismo minucioso examen le reveló su propia mugre, lo roto y sucio de sus ropas.
Se cuadró frente al hombre que entrecerraba los ojos a causa del polvo en el viento.
¡Así que no sólo venía en persona sino que era un hombre biológico!
—Sí, soy Quirón.
El hombre le devolvió el saludo.
—Señor, el alto mando de la Tierra le requiere y espera que tenga a bien acompañarnos para una reunión en persona.
El viejo soltó una carcajada.
—¿Mi viejo enemigo solicita mi presencia?
—Señor, se me ha dicho que cite estas palabras: “No hay nada mejor que ganarse el respeto de los amigos, pero aún eso no supera el tener el respeto de los enemigos. Su comportamiento en combate fue honorable y humano.”
El viejo suspiró, ¿para esto había sobrevivido? ¿Éste era el sentido que el universo encontraba para él?
El hombre volvió a insistir.
—¿Su respuesta, Señor?
Quirón sonrió:
—Conoces poco de historia antigua muchacho, ¿no? ¿No sabes acaso quién dijo esas palabras?
El hombre se sintió algo confuso, su canosa cabellera revelaba una edad madura ya, pero ciertamente era un niño comparado al viejo. Aún así sintió su orgullo herido.
—Supongo que Erespriteso a las puertas de la Conquitidia, en la batalla de Telemón; justo antes que las bombas atómicas derribaran el sitio de los Oanjhiki.
El viejo asintió pensativo. ¡Cuántos años! ¡Cuánta historia!
—Así es, Erespritreo lo dijo, hace ya muchos cientos de años atrás; pero él ya estaba citando a otro.
El militar lo miró confundido. Quirón prosiguió:
—Esas palabras las dije yo, ante el jefe de mis enemigos, a quince kilómetros de aquí, en la Ciudad Olvidada.
El hombre empalideció y, por un instante, comprendió la verdad: ¡El viejo era ese Quirón!
Se sintió mareado.
—Lo que estás vislumbrando, muchacho, es el peso del universo: si tanto he vivido que te parece abismal, piensa que es un sólo un parpadeo en la existencia del cosmos. Pues bien, sí, iré contigo. A ver en qué puede servir una vieja máquina a sus antiguos amos.
—Servir no, señor, ayudar. Usted abolió la esclavitud de los droides, usted nos enseñó una lección eterna. Usted no debe servirnos señor, sino ser servido.
—¿Y en qué lucha suponen que puedo ayudar?
—Umm, perdón nuevamente, debo realizar una última interrupción.
Strasinsxipttr volvió a azorar a todos cuando suspendió su relato por tercera vez. ¿Qué otra extravagancia tenía reservada para la velada?
Francamente la cosa se ponía muy interesante.
El Doctor giró en redondo y enfrentó a los droides:
—Guido, Teo, ¿cómo termina esta historia?
La extrañeza general alcanzó su pináculo.
Los droides se removieron en su sillón, un tanto incómodos.
Guido miró a su compañero como instándolo a hablar, ya que era el más parlanchín del grupo de servicio.
Teo se puso de pie y carraspeó innecesariamente, miró al maestro Genorowsky y tomó aliento (después de todo había algo de familiar en la tentacular figura para su cerebro de pulpo).
En cuanto empezó a hablar, sus ademanes se hicieron suaves y la cadencia de sus movimientos parecía describir una danza mínima. Los invitados quedaron fascinados por tal derroche de delicadeza y emoción.
El antiguo centauro quedó sorprendido por la respuesta. Su cerebro de caballo relinchó en su cuerpo de robot. Las tensiones de su ser lo ponían a prueba: hacia arriba, hacia el alma animal y hacia abajo, hacia el cuerpo de metal.
Quirón se quedó contemplando a su interlocutor con los ojos más allá del planeta y de la historia.
¿La raza humana se extinguía?
Una mano terrible atenazó su corazón. La ley de las compensaciones cósmicas, una suerte de Yin y Yang, exigía con claridad en su mente que, si el viejo enemigo moría, entonces él debía morir también.
Una extraña sensación de equilibrio lo invadió.
Con un paso hacia atrás se excusó ante el asombrado oficial.
—Bien, les daré otra oportunidad, pero lo haré desde aquí, desde mi mundo. No iré con vosotros pero, en cierto sentido, haré que vosotros me acompañéis.
El oficial se fue confundido y apenado. Quirón, el sabio, era su última esperanza. Subió a su nave y se marchó.
Pero el antiguo tenía un secreto profundo y valioso.
Con sus uñas abrió cada una de las tumbas y rescató a sus reacios compañeros. Uno a uno los despertó y les brindó esperanzas.
El sentido de su existencia estaba claro para él: salvaría a su enemigo en su muerte y con él se salvaría a sí mismo de la inmortalidad.
Entre todos recrearon la historia humana, las artes, las ciencias, las religiones dormidas en sus archivos y en sus experiencias, y las atesoraron en organelas diminutas capaces de vivir en cerebros de carne y en cuerpos de metal viviente.
Cuando toda la información fue codificada, reactivó la máquina de la vieja choza, cuya bandera aún flameaba como estandarte de los híbridos que un día, con su liderazgo, ganaran para sí dignidad, libertad y patria.
Y los cerebros de animales clonados volvieron a pensar por primera vez, y los cuerpos volvieron a ensamblarse, y Quirón enseñó toda la historia humana, la religión, la ciencia y el arte a cada uno de ellos.
Y así formó a Aquilas, el héroe que llevó la cultura humana a las nebulosas de Tarsis. Y educó a Ictos, quien luchó por las causas nobles entre los seudo-apostatas de los sistemas solares exteriores de la Gran Nube de Magallanes. Y bajo su consejo creció el brillante Leos quien enseñó a generaciones de científicos en Yastos, haciendo que los yastianos transmitiesen a su vez esos nobles saberes a incontables planetas. Y, por supuesto, instruyó a Octopla y Pegastios quienes llevaron todo el saber de la poesía y la literatura, de la música y la pintura, hasta los confines del brazo espiral exterior de la Vía Láctea.
Nueve héroes formaron Quirón y los no-muertos; nueve musas de la humanidad, y a ellos les dio esta orden: “No deberéis obtener ganancia alguna de vuestro trabajo, permaneced invisibles”. Les dijo que esparcieran la semilla del espíritu humano. Que no serían maestros, sólo parteros, que debían esperar pacientemente a que los pueblos los reconociesen. Y agregó: “Porque ellos fueron nuestros enemigos, pero enemigos dignos de admirar, ya que en su postrer momento reconocieron su error y pidieron perdón cuando aún había tiempo”.
Así, el mundo humano conquistó la galaxia y sus adyacencias, pero sin los humanos. Sus enemigos honraron su memoria. Los pueblos que los recibieron idealizaron su espíritu y conservaron lo mejor. Como guardianes, los hijos de Quirón aún están entre nosotros, atentos.
Poco a poco, los invitados empezaron a comprender lo que el Doctor Strasinsxipttr había intuido hacía tiempo ya: que el maestro era el alumno y el servidor, el amo.
Lord Giacunthi fue el primero en ponerse en pié y acercarse a los droides que ahora parecían brillar con una gloriosa tonalidad dorada bajo las luces de neón.
El Maestro Genorowsky tendió su mano a Lady Armenstgoff y la ayudó a ponerse en pié.
Robinwiqquipitty se acercó al Barón Dinieppireo y, junto con Sir Appoiagarramundizabal, calmaron a un aún confundido Coronel Levonaires que clamaba no comprender absolutamente nada.
Entonces, uno a uno, fueron poniendo rodilla en tierra frente a los dos tímidos droides.
Aquella fue la célebre noche en que quedó conformado para siempre el «Grupo de los Románticos» con sus dos maestros y sus ocho discípulos; un ex club literario que seguía los arbitrios de la moda y que, a partir de entonces, fue conocido en la historia como el grupo de «Los Diez Mentores de Steppendhaffordshire”.
Muchos errores y muchas glorias les debemos a estas mentes. Guerras y poesía fueron generadas en nuestros sistemas solares a causa de ellos y su semilla de humanidad.
Pero de algo estamos seguros, no hubiésemos sido lo que hoy somos sin su existencia. Y eso, ya es mucho decir.
Teresa P. Mira de Echeverría
LOS ROMÁNTICOS – Teresa P. Mira de Echeverría (PDF)
Comentario de la autora
En general, cuando escribo un cuento, suelo partir de una idea suelta o de una imagen o incluso de una sola palabra. Me funciona muy bien el mezclar cosas aparentemente inconciliables, y luego tratar de encontrar un hilo conductor que las conecte y les dé sentido.
En el caso de «Los románticos», que antes tenía dos «a» (y no pregunten por qué, porque no me acuerdo), la idea surgió de un tema recurrente que yo tenía por esas épocas, y que era el de la conservación de una cultura más allá de la pervivencia de los propios dueños o creadores de dicha cultura. Y cómo era imposible que esa cultura no mutase con el tiempo como cualquier otra entidad viviente.
Además estaba el tema de cómo el tiempo vuelve obsoletas las grandes gestas o de cómo idealiza eventos humanos que, por más heroicos que sean, siguen siendo tan pedestres como comer o dormir o morir o, simplemente, sobrevivir. Así que hice lo que suelo hacer cuando escribo un cuento; esto es, mezclar un montón de cosas: imágenes, música, temáticas que me gustan, ideas que me aterran, y narrativas muy diferentes entre sí.
Concretamente, los disparadores de esta historia fueron: un poema de Lord Byron, «She walks in Beauty» (recitado por Ron Perlman), un vaso Lalique con dragones (o sea, seres híbridos), una estatua con tres perros borzoi que hay en una plaza de Bs. As., y la idea de que nuestra llegada a Alfa Centauri, por más dificultosa que fuese, tarde o temprano se convertiría en la ocupación de un arrabal, cuando la ingeniería y la ciencia siguiesen avanzado y creando mejores motores, o las posibilidades de viaje Interestelares, que nos llevasen a planetas más parecidos al nuestro…
Mezclar en una coctelera, agregar hielo robótico, un poco de Beethoven, mucho del encanto del romanticismo alemán e inglés y unas buenas dosis de exuberante barroquismo, y esto es lo que sale. Bébase de un trago. Y muchas gracias.
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Soy un friki trastornado socialmente aceptado. Administrador del portal OrigenCuántico (@OCWeb). #Libros, #Reseñas, #Artículos, #CiFi, #Fantasía, #Terror.
Muchísimas gracias a los dos por este regalo genial. Hace poco que leí por primera vez un relato de Teresa y, cómo no, me quedé con ganas de leer muchas más cosas suyas. Es inevitable. Tenía localizados un par de libros y algún relato más en antologías, pero de este en concreto no tenía noticia. Y me ha encantado. ¡Gracias!
Gracias a ti Consuelito.
¡Mil gracias!
¿Cómo se me había pasado semejante belleza?
Siempre que publica Tere hay que estar atenta.